viernes, 11 de febrero de 2011

Gordon meets hell.

El monótono pitido del monitor indicaba que aún continuaba con vida. Sus ojos estaban abiertos, sin embargo, hacía tiempo que no veían, que se encontraban vacíos de realidad. Tenía sólo unos centímetros de pelo, con un corte uniforme y una barba perfectamente rasurada que la enfermera repasaba dos veces por semana. Unas flores ya marchitas, pues llevaban allí desde el domingo cuando su hermana lo visitaba, reposaban en la mesilla de noche, a un lateral de la camilla. De las comisuras de sus jóvenes labios, libres de arruga alguna, rebosaba triste y patéticamente un hilo de transparente saliva, a causa del tubo que atravesaba su garganta conectándolo a un respirador, sincronizando con el lento latido de su corazón.
- ¿Cómo se encuentra hoy, señor Gordon? - las enfermeras solían hablarle, aún sabiendo que en su estado no era consciente de nada. Y sí así fuera, el tratamiento de usted se habría visto fuera de lugar con sus veintinueve años de edad, pero un hombre de su posición en una situación como aquella transformaba el respeto que en algún momento infundió en poco más que lástima.
- Hace un muy bien día hoy ¿no es verdad? - añadió, mientras sacaba una a las lluvias del jarrón de cerámica japonesa, que momentos después levantó hasta el fregadero para vaciar el agua turbia sobre el frío metal. Tras devolverlo a su lugar, se acercó a la ventana y tomó lentamente la cadena que levantaría la persiana, dejando entrar la luz en el no muy espacioso habitáculo.
Dos años hacía que había ingresado al hospital en un estado crítico, con varios orificios de bala como consecuencia de un mal negocio con algún acreedor, derivando después en un coma del que no había podido recuperarse. Durante su corta carrera había necesitado de la ayuda de más de una organización de hábitos al margen de la justicia para llegar hasta donde había llegado. Con sus escasas casi tres décadas de vida, su corporación mantenía prácticamente el monopolio en el sector de publicidad en el país.
Su hermana se había hecho cargo de la administración de la empresa desde el incidente. Las deudas fueron pagadas creando y vendiendo nuevas acciones, viéndose a diluir también su propia parte del capital. De cualquier modo, continuaba creciendo bajo su mando, y los problemas del género que había mantenido inválido al actual presidente habían desaparecido.
Sin embargo, tras dos años de cama su mantenimiento suponía un gasto y sufrimiento innecesarios, y Alice, como familiar más cercano, había decidido que era momento de desconectarlo y darle una digna sepultura católica.
No quiso estar presente. Cuando el médico llegó para verificar el trámite burocrático, ya estaba todo preparado para trasladarlo a la sala de autopsias y más tarde, prepararlo para el velatorio del día siguiente. Dejó la historia sobre la bandeja a los pies de la camilla, y se aproximó al respirador: introdujo la llave en la cerradura, marcó el código pertinente, y esperó a que el monótono pitido del monitor se prolongara indicando que el corazón del paciente había dejado de latir mientras anotaba y recitaba en voz alta la hora de la muerte.

El mecánico golpeteo del sonido de un reloj analógico resonaba por toda la sala. Pestañeó. La sensación de ver le resultó extraña. Las paredes del lugar estaban teñidas de blanco brillante, por lo que tuvo que entrecerrar los ojos, esperando acostumbrarse a la luminosidad. Era una habitación estrecha y alargada, con una fila de al menos quince sillas a cada lado, colmada con una mesilla cubierta de revistas ya desfasadas que le daban aspecto de sala de espera de dentista. Un poco inexplicablemente, sólo en uno de los extremos había una puerta, pero él no se preguntó por qué. No recordaba cómo había llegado allí, ni conocía a ninguno de los presentes, pero no se lo preguntó. De nuevo el suave golpeteo de las manecillas llamó su atención. Podía ver avanzar el segundero, sí. Sin embargo, las horas, los minutos no pasaban, y esa era la sensación que él tenía: de que no pasaba el tiempo. De nuevo, no se preguntó por qué. Una mujer de atuendos que le daban un aire de ejecutiva apareció a través de la puerta con una carpeta entre sus manos. Se ajustó unas gafas rectangulares de pasta y pronunció algo en un idioma que no entendió. La anciana, de rasgos del este de Europa, que se sentaba dos plazas mas allá la miró y se acercó, acompañándola a través del marco de la puerta, y cerrando tras de sí.
El tiempo continuó sin pasar, haciendo eterna su espera. El “tictac” retumbaba en su cabeza como el estruendo de una cascada a corta distancia. Tras casi llegar a la centena de vueltas del segundero – que no horas o minutos – la mujer ejecutiva salió de nuevo, sola. El silencio se volvió sepulcral cuando perdió la atención en el reloj, tan absoluto que cuando pasó una hoja de su cuaderno de apuntes para revisar algo, el ruido que produjo le hizo daño en los oídos.
- Craig Gordon – el perfecto acento inglés sonó cortante y frío, como si le estuviera condenando por algo concreto – acompáñame.
Sólo al escuchar la sentencia se dignó a alzar la mirada, para después comenzar a levantarse lentamente desde el otro lado de la sala y avanzar con paso vacilante. Durante el trayecto él no la miró: sus ojos azul hielo lo acosaban ininterrumpidamente, sin parpardear, intimidando hasta al campeón de boxeo más seguro de sí mismo. Cruzaron el umbral y la luz volvió a cegarlo.
Cuando recobró la vista, la ejecutiva había desaparecido. Esta sala era más cuadrangular, y aún menos espaciosa. Delante suya se encontraba un hombre, con aspecto de empresario también, que ostentaba un puro entre sus manos, observándolo absorto. Entre ellos había una mesa de escritorio sobre la que reposaban un miniportátil y un mechero de plata, y una silla rotativa de cuero negro, aparentemente cómoda.
- Craig Gordon – se escuchó de nuevo. El individuo tomó el mechero de la mesa y lo abrió, encendiéndose una pequeña llama. - ¿Sabes por qué estás aquí?
Acercó el puro al mechero, con el otro extremo entre sus labios mientras inhalaba intermitentemente hasta que se encendió, tomó una calada y echó el humo prácticamente blanco de forma pausada.
- Me encanta hacer esa pregunta – dijo, dibujando una irónica sonrisa.
- No sé siquiera donde estoy – respondió el otro, en apariencia cómodo con la vaga humareda que se producía en el ambiente. El silencio duró varios largos segundos.
- Estás en el purgatorio, Gordon, has muerto y ahora serás juzgado – la superficie de cada globo ocular que los párpados dejaban ver aumentó, disminuyendo a su vez el tamaño de las pupilas por el terror de la noticia. El hombre que le miraba sonrió de nuevo, abierta y pícaramente, dejando escapar el humo de la última calada por entre los dientes con aspecto diabólico.
- Siéntate, Gordon – dijo el hombre con tono inquisitivo. - Tenemos todo el tiempo del mundo.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Definitivamente, es el momento de esplendor del blog jaja. Tres nuevos miembros en quince días, más visitas que nunca (todo sobrado yo)...

Chicos, estes es Javier -o Aerialart, no sé por qué- y fue un halago para mí que me propusiera su colaboración en el blog, la cual le ofrecí al instante.

Ahora, respecto a la entrada, muy original. Sublime diría yo. Unas descripciones precisas sin llegar a ser pesadas. Unos diálogos desconcertantes sin llegar a ser liosos. Un final abierto. Espectacular.

Bienvenido seas.

Luki dijo...

¿Editorial...?