domingo, 15 de abril de 2012

Marionetas de un escenario llamado vida.

Se apagan las luces. Impera el silencio donde antes había murmullos. Se abre el telón. Los focos me alumbran. Duros aplausos.


Inicia la función. Solo yo en escena. El resto, oscuro. Hilos de lo más finos sujetan mis manos, mis pies y mi cabeza; esos hilos no se ven. Cuando me tornan hacia el público reflejo la misma expresión de siempre, que brilla por su ausencia en la esencia. Aunque mi rostro fuerza una sonrisa: me muestro impenetrable, rudo, duro, insensible, virtuoso. Mis movimientos son lentos y torpes. Siendo sincero, no sé ni por qué me muevo; mejor dicho, me mueven. Voy de aquí a allí y de allí a aquí de nuevo: todo un sinsentido de paseo. Ni siquiera sé hablar, y a veces me pregunto para qué, si por mucho que hable no podré librarme de las garras inminentes de la hoguera que aguarda paciente. Empero, mi deseo es poder hablar, como otros hacen, y no que lo hagan por mí.


Mientras, la función continúa, y mi garganta me oprime, y mi estómago me provoca arcadas, y mis ojos batallan por llover lágrimas que formarían un río de espinas. Piensan que mi corazón es de madera y que no late ante las contrariedades de mi patética figura. Desde arriba me manejan, y me observan atónitos desde el frente como si fuera uno más; como si tuviera una historia que contar. Y ven mis cicatrices, meras heridas superficiales, sin comprender que las realmente importantes son las que se esconden: las cicatrices de un alma derribada, debilitada, dolida en demasía.


La función va llegando a su fin. Continúa mi monólogo en este mi mundo. Continúa el foco alumbrando mi minúsculo cuerpo. Continúan los hilos que me sujetan y me manejan. Esos hilos que no se ven aunque se sabe que están son realmente una soga que me mata lentamente. Cada día que pasa no es un día más, sino uno menos; es como mojarse los pies en una piscina de mierda y seguir andando hacia delante, donde la profundidad va siendo mayor. Pausa.


Parece el fin. De hecho, es eso que puede denominarse como "fin". Matemáticamente, me inclinan hacia el público que aplaude enfurecido y silba y grita, hasta después de que el telón se cerrase. Cuando salgan todos ellos se olvidarán de lo que acaban de presenciar y retornarán las grises caras de póquer. Y sigue mi corazón de madera latiendo en vano, y buscando un amor que se oculta como ningún otro. Y mis ojos tratando de llorar, y mi garganta oprimiéndome, y mi estómago y sus arcadas... y esa sonrisa automática —¡oh esa sonrisa!—. Parece el fin, pero el acto del escenario llamado vida continúa. Sus actores somos cada uno de nosotros, marionetas. La función no acaba nunca. De hecho, ¿acaso hay un solo día en el que no actuemos?