jueves, 6 de septiembre de 2012

Ella me cautivó

Cuando apareció, todo dejó de importar. Era de noche, una de esas noches en las que sientes, sin que sea cierto, que eres el único ser vivo sobre el negro suelo de la ciudad iluminada por farolas que alumbran su camino, con esbelto andar y mirada perdida cual espectro deambulante.

Coches, camiones, motos, transeúntes. Todos escandalosos hasta ahora, que callaron porque pasaba ella, sonriente —¡vaya sonrisa!—. Su olor era como el de un campo lleno de rosas de todos los colores; sus ojos, profundos como el más oscuro abismo: en él caí, casi muerto. Solos ella y yo. El resto aguardaba. Fue el más largo instante de mi vida. Fue el día en que probé la fruta maldita, prohibida, venenosa, mortal. Fue la luz de aquella noche negra, tan negra como mi mirada ciega, ciega de ilusión y de amor furioso. Fueron segundos intensos; felices, armoniosos, aunque desesperantes: ¿sería esa la última vez?

Y la noche siguió. Las estrellas giraron; las luces se encendieron; su camino prosiguió, como el de todo el resto; el ruido volvió a ser notorio. Entonces me percaté de que estaba realmente solo: no estaba ella. No fue suficiente con mojarme los labios de la miel a la que olía; debía ser suave como la seda, y quería sentirlo en mis manos. Pues, la seguí hasta donde fuese.

Entró en un supermercado —¡dichoso el muchacho que la atendió, pues pudo sentir la armonía y musicalidad de sus palabras!— y compró una cerveza, aunque no la abrió allí mismo. El siguiente sitio al que entró —o iba a entrar— fue un edificio lúgubre y amarillo, al que llegó tras quince minutos a un ritmo considerablemente rápido. Yo supuse que sería su casa, o el edificio de ésta. No tenía tiempo que perder:

—Buenas noches.
—¡Vaya! ¡No me des estos sustos!
—Lo siento, quería decirte que...
—¿Qué?— dijo ella entre asustada y desconcertada: ¿un desconocido que le habla a plena noche al entrar a su portal?

Quería decirle que me parecía un espejismo haberme cruzado con ella, que sería el hombre más feliz de esa ciudad si me dejara subir con ella, que podría escribir cientos de novelas donde ella fuera la protagonista, que es tan dulce que me asusta, que me hundí en su mirada y que tenía la sonrisa más bonita que había visto nunca.

—Oye, ¿qué pasa?

Quise no haber temblado. Quise no haber sentido náuseas. Quise no haber tenido miedo. Quise...

—Nada, solo que me encanta esta noche, ¿a ti no?
—Bueno, las noches siempre tienen algo de especial. En fin, me subo a mi casa que estoy cansadísima. Buenas noches.
—Buenas noches...

Si los ángeles existen, hablarían como ella, sin duda. La chica cuyo nombre desconozco subió las escaleras hacia su piso, o eso debía haber hecho. Y yo me senté allí, con cara larga, y con la sensación de que no la olvidaría. Y observaba cómo había más mundo ahí fuera, y cuán diminuto se me quedaba. Había motores de coches, voces a lo lejos. Y yo me senté allí. Y esperé. Te esperaré.