lunes, 5 de diciembre de 2011

2055

Despertó aquella mañana, como siempre, al son de una nueva movilización de tropas que pasaban justo debajo del edificio donde se había logrado resguardar durante unos meses huyendo de las patrullas de reclutamiento. Eran las patrullas encargadas de atrapar a aquellos que habían sido llamados al servicio, en una población en la que todos eran soldados -quisieran o no-, y que en vez de "cumplir su deber" optaron por desaparecer y no acudir a la llamada de una guerra que no era la suya. Pensando en ésto apretó el puño recordando la adrenalina desplegada el día anterior en el que casi le consiguen apresar, respiró otra bocanada de aire polucionado: le pareció que respiraba ácido, le ardían los pulmones y le costaba mucho halar aquella densa mezcla de gases tóxicos y partículas en suspensión; que le daban un tono verdoso oscuro a la atmósfera.

Cuando hubo pasado el contingente de blindados y soldados a pie, se asomó por la ventana. La madera del marco estaba podrida y carcomida por aquel ambiente hostil; al intentar abrirla cedieron por completo las bisagras y casi se descalabra por la oquedad de la ventana al coger en pleno vuelo hacia la calle el pedazo de madera quebradiza que se había desprendido: si no lo hubiera hecho, seguramente el ruido habría llamado la atención de las patrullas que rondaban por allí, lo que, en toda regla, era una sentencia de muerte. Lanzó lejos de él aquel despojo arborícola dentro de aquella derruida estancia. Inspiró de nuevo. Miró a lo lejos, vio la movilización de otro contingente; si no estuviera acostumbrado, se habría percatado de que, incluso a más de un kilómetro de distancia, eran perceptibles las vibraciones de su desplazamiento. Observó entonces el horizonte, los albores del alba se mostraban ya titubeantes; casi le resultaba bonito el despliegue de verde y amarillo que se producía en cada amanecer.

Le hubiera gustado conocer como eran los amaneceres antes de la guerra; su profesor le había contado un millar de cosas sobre antes del estallido bélico durante los diez años en los fue su mentor y único foco de cultura y educación. Le dijo que el cielo era azul, el sol amarillo y las nubes blancas; que al amanecer se formaba una gama de colores gratificante, desde el amarillo del sol, hasta el azul del cielo; pasando por el naranja en el cielo y el magenta en las nubes. Le había contado un montón de cosas, pero ésta le llamaba especialmente la atención: el amanecer. Y siempre se había preguntado lo mismo, desde pequeño, desde la primera vez que se lo contó. Le había explicado también como había comenzado la guerra que, resumiendo, se produjo por una incesante fiebre de petróleo: todo el mundo quería poseerlo todo, y como todos ambicionaban lo mismo y la avaricia nunca daba pasos hacia atrás, estalló un cruento baile sangriento en el que iban y venían las vidas como si de granos de arena al viento se trataran.

Tras declararse el conflicto, las facciones se llenaron de nacionalismo y formaron dos únicas comunidades mundiales. Se activaron numerosas cabezas nucleares en centros de población importantes y hoy día, ya no queda ninguna metrópolis. En unos pocos meses, la población mundial pasó de 15.000 millones de personas censadas -por no hablar de las sin censar-, a unos mil millones: número que se reducía a diario por la plagas, enfermedades, hambrunas y la guerra. La Tierra estaba casi desierta, conformaba ya a estas alturas una superficie estéril y comparable al de la luna. El árido terreno gris era radiactivo ya, la temperatura media del planeta eran unos 40ºC; no había escuelas ni bibliotecas, y la única atención sanitaria era prestada con precarios medios y conocimientos a los soldados heridos, que apenas eran curados con poco más que unos primeros auxilios. La industria y la investigación se centraban en el desarrollo de nuevas e ingeniosas armas, representando así, nuevas e ingeniosas formas de matar: cada una más cruel e impersonal que la anterior. La fauna y la flora del planeta reducidas a comestibles que se habían salvado de los ataques nucleares en refugios subterráneos; eran envasados y deshidratados, para posteriormente convertirlos en polvo, que debían ser ingeridos comedidamente, ya que podían causar la destrucción de las funciones gastrointestinales: acortando así, la ya bastante corta esperanza de vida. O eso le dijeron en la Academia.

Posó de nuevo su mirada en el horizonte y trató de figurarse un cielo azul y de bellos y vivos colores, lejos del verde espeso y ácido; del cual absorbió otra poluta bocanada sintiendo de nuevo ese ardor incomparable; seguido, cómo no, de la fatiga producida por el esfuerzo necesario para respirar aquella bazofia sulfurosa. De pronto sintió el estruendo producido al derribar varias puertas en la parte inferior del edificio; distinguió pasos de varios hombres que caminaban juntos revisando cada habitación y susurraban maliciosamente. Supo inmediatamente que se trataba de una de esas patrullas que buscaban proscritos, su corazón se acelero como una locomotora e intento idear una forma de escapar; la única salida posible era la ventana, pero estaba seguro de que no podría dar un solo paso si saltaba por allí. El sudor frío resbalaba por su espalda, se abotonó en una esquina de la habitación, jadeante; le ardía todo el pecho y penas podía respirar, mucho menos pensar en cómo escapar de la situación. Suplicaba por que no le encontraran; se cubrió con la contraventana que anteriormente había arrojado con desprecio, en un ultimo estertor de supervivencia. Escuchó cómo los pasos se acercaban, esta vez, en su misma planta. Entonces sintió un agudo dolor en el estomago que le hizo encogerse como un feto; un dolor tan intenso que se extendió por todo su abdomen, y pronto a su cabeza, dejando paralizado. Comenzó a expulsar una especie de esputo marrón, amargo y espeso que regurgitaba y no sabia si salía de sus pulmones o de su estomago: el dolor había hecho que no pudiera siquiera controlar sus músculos más involuntarios y su posición horizontal dejó actuar a la gravedad. Se atraganto con su propio vómito y empezó a toser de forma quejumbrosa, lo que alertó sobremanera a los pasos, que corrieron en tropel hacia donde él estaba.

Un soldado apartó el descompuesto pedazo de madera y pudo verle, paralizado por el dolor y bañado en su propia inmundicia. Miró hacia atrás y preguntó algo que no logró descifrar a su oficial. Vio cómo el soldado realizaba con la cara una mueca de desagrado tras recibir lo que pareció una orden que iba en contra de sus escrúpulos y le tocó la frente húmeda y tiritante.

-Informe.
- Frío, señor.- dijo con un tono que albergaba algo de pena, y esperaba una nueva orden. A lo que el superior negó con la cabeza y se encogió levemente de hombros, se dio la vuelta y se llevó consigo al otro soldado que con ellos estaba.- Siempre me toca a mi, no es nada personal chico, casi tendrías que darme las gracias. Si te hubieras alistado sabrías que solo el ejército tiene el suero para evitar esto que te mata, no te creas que lo hago por gusto- dijo con sarcasmo y un claro disgusto.

En ese momento sacó una pistola: era plateada y con la empuñadura de blanco marfil, con un logotipo grabado en rojo y verde. Revisó que había ya una bala en la recámara, como por acto reflejo, sin fijarse. Así que solo amartilló el percutor con un representativo chasquido metálico que le hizo recorrer un escalofrío por toda la espalda y una riada de adrenalina recorrió sus venas. Esbozó un quejido e intentó agarrar la bota del soldado con su mano temblorosa; dejó caer una lágrima entonces, al recordar como habían fusilado al único mentor que había tenido: quien le regaló la fantasía de un cielo azul y un atardecer de vivos y hermosos colores; y quien le habló también del turbulento pasado, dándole un porqué para el aciago presente. Cerró los ojos.

Pudo sentir como su verdugo tragaba saliva e inspiraba otra bocanada de pesado y denso aire en ademán de hacer acopio de fuerzas y ejecutar la sentencia. Apretó entonces el gatillo y casi pudo oír la bala impactando contra su cráneo. Exánime ya su cuerpo, dejó caer su medio vacía cabeza sobre el suelo y escapo su último aliento al tiempo que una lágrima y una gota de sangre rebotaban al unisono sobre una baldosa.

-Eras inútil -añadió el soldado dándose la vuelta y lanzando un escupitajo a la inerte cara de su victima- Y me has manchado las botas.

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