jueves, 21 de noviembre de 2013

Tu última caricia

Encendió el cigarro y dio el último sorbo a su vaso de licor. Hasta el fondo. Expulso el humo como si fuera la bocanada de fuego de un dragón moribundo, recogió la carta de encima de la mesa como un asaltante de tumbas que recoge un manuscrito antiguo. Las líneas finales tenían una letra, si cabía la apreciación, aún peor que de costumbre, pero legible. Las había escrito llorando. Sin faltas de ortografía, por lo menos algo que hacía bien. Lo releyó, solo para asegurarse:

"Si renuncié a ti hace tiempo, por qué anhelo esos labios que ya no me quieren, ni esos ojos que encuentran en los míos la diferencia de los tuyos. Tú, que desprecias mis noches en vela, las de ahora y las que pasé a tu lado disfrutando de cómo dormías. Y en efecto, te vi dormir, te besé, te eché de menos. Pero ahora soy yo el que no duerme, no besa y, sin embargo, sigue echándote de menos. Sentir tu piel bajo mis dedos, sentir el calor del roce eterno momentáneamente de tu nariz en la mía. El frío de tus pies calentándose con los míos. Tus caricias cálidas. Tus ausencias marchitas en un mar de reencuentros. Encender tu fuego y secar tus lágrimas. Ceder mi manta para poder verte dormir tranquila.
Ser tu confidente en las noches frías, ser tu amante de noche y de día. El aliento de tu calor en mi cuello, la saliva desperdigada por las palabras. La tensión de la piel entre los dientes, los suspiros entrelazando los dedos. Cocinar para ti y ver cómo comías, solo porque no podía dejar de mirarte. Olerte entre mis sabanas, entre mi ropa, entre mis brazos. Cerrar los ojos y tocarte. Estabas ahí, eras real. Pero a la vez eras un sueño. Quise tocarte, darte lo que quisieras para que no te fueras nunca; pero, como la arena del desierto, como el agua del mar, te escurriste entre mis dedos y ahora mis manos solo tienen algo de tierra mojada, que no es mejor que nada.
Jamás los versos harán justicia al amanecer de tu sonrisa. Jamás las canciones recogerán la melodía de tus palabras al hablar. Las nubes de algodón dañan mis manos desde que acaricié por primera vez tu piel; la comida sabe a ceniza desde que tu lengua jugueteó con la mía; mis labios se secan y se agrietan sin el cariño de los tuyos. Nadie me hace sonreír cuando estoy triste o enfadado o melancólico o no estoy sonriendo. Nadie me pide que le escriba. Nadie me despierta de una pesadilla para llevarme al cielo.
A veces pienso que ya estoy muerto. Que ya estoy en el infierno. Desde aquel día. Aquel día. En el que se apagó en mi mano, tu última caricia."


Dejó el bolígrafo sobre la carta, en la mesa de la sala. Sabía que ella lo leería al día siguiente, al entrar en la casa. Las llaves bajo la tercera maceta de la izquierda, empezando por el final. Donde siempre, dijo en su mensaje. Las manos le temblaban. Quería quedarse allí, por mucho que le doliera, y volver a verla, pero debía desaparecer. La puerta sonó como un interruptor tras de sí, se acercó a su coche y acarició la pintura del capó mientras lo rodeaba. Rugió tristemente el motor y sus luces se perdieron en la noche para nunca más ver el día.

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