martes, 30 de agosto de 2011

XIII. El último adiós de Bonaventura.

Bonaventura había por fin comprendido que lo suyo no era esto. No era soñar, no era reír ni llorar. Ni eran las drogas ni jugar ni disfrutar ni atormentarse. No era lo suyo vivir y no podía más continuar, seguir adelante.

Su piel había palidecido, era casi transparente de lo consumido que resultaba y sus costillas se notaban más que nunca en su corta -aunque lenta- vida. Sus años se habían triplicado, al menos en apariencia. No comía sino una sopa sosa y vomitiva de vez en cuando. El pelo, antes abundante, caía como suaves gotas en un agradable día de lluvia, aunque la barba se mantenía; de hecho nunca la había tenido tan larga. Su rostro se encontraba perdido en otra dimensión desconocida, como su mente.

Así, ignorando el instinto de supervivencia, decayó con su suicidio, frío, sin escrúpulos. No sin pensarlo dos veces tomó esa decisión, la de terminar con su vida de altibajos -a su parecer, sobre todo "bajos"-. Decidió que ese angustioso, nublado y triste día era el último que su vida recordaría. Y allí yacía, en el salón del descuidado y antihigiénico cuchitril en el que vivía, con los ojos de alguien que se marchó a destiempo, la sangre derramada injusta aunque voluntariamente y una mirada penetrante a la par que amenazadora y desesperanzadora.

"No más sufrimiento, no más amarguras, no más historias" pensaría Bonaventura esté donde esté, quizá en otro mundo mejor que este, quizá -y esto es de lo que Bonaventura más convencido estaba- en la nada, un sitio completamente oscuro, inconsciente y sin vida. Negro. Un negro infinito.

Nadie se ha percatado aún de la falta de Bonaventura ni nadie se percataría pronto: nació solo y aunque no siempre vivió solo, sí murió así. La falta de comprensión le había llevado a ser casi amoral. De hecho, su último escrito así decía:

Cuéntase la historia de un ser amoral, para el cual no existía ni el bien ni el mal. De éste decíase que era un ser, cuanto menos, peculiar, no anormal, sino particular. Viajes oníricos los que emprendía sin más; él tan solo volaba, se aislaba, de un mundo que él consideraba normal, esto es, para lelos, que no paralelo. Estúpidos también levitaban, pero no fluían cual torbellino por el vasto mar. Solían causársele remolinos que deambulaban por su hastío pensar, que despierta de imprevisto, sin avisar.

Aprovecha para ocultarse en cualquier rincón, en algún lugar esconderse de la desazón que le corroe en cualquier momento; tormento de su corazón que, pese que pueda resultar pesado, es ligero cual pluma que surca el firmamento en busca de un momento en lo que su todo desaparezca, desfallezca y quede vacío.

Estas palabras fueron las últimas de Bonaventura, junto a otras que no paraba de repetir mientras escribía con su mano esquelética en la hoja en que quedó esto plasmado, vieja y amarillenta: "aquí termina mi camino" no paraba de repetir Bonaventura, "aquí termina mi camino" pronunciaba él con una voz ronca, casi muda e incomprensible. Incluso soltó una lágrima que cayó como pudo por su seca y raquítica cara justo antes de que una bala saliera a toda prisa de su revólver y atravesara su cráneo desde abajo. Nadie se percataría de su ausencia y, por tanto, de su muerte hasta que el propietario de su vivienda note el impago de ésta, el cual efectuaba en efectivo.

Finaliza así la aventura de nuestro Bonaventura. Adiós.

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