viernes, 9 de marzo de 2012

El gato

Regresó pronto aquel día a casa. Las diez, vio en el reloj. Se quitó su chaqueta de cuero negro, dejó lucir su camisa de blanco inmaculado con gemelos de oro en las mangas, aunque en aquella oscuridad, apenas corrompida por los focos del jardín, apenas de veía nada. Tentó, como un bebé que aprende a caminar hasta dar con el interruptor y lo accionó. La muy tenue luz, puesta así a propósito, dejó a la vista la opulencia que podía permitirse tras su último golpe, y cómo se notaba que no había sido él quien lo había decorado. Caminó con paso indeciso hacia la nevera, la abrió, puso cara mohína hacia el interior en busca de algo apetecible. Refrescos, jamón y queso, un caldero que le había dejado su asistenta -que contendría algún asqueroso manjar- y cerveza. Su boca era de ceniza en ese momento, necesitaba algo fuerte, cerró la puerta con desdén a la vez que mostraba una mueca de asco. Abrió el mueble-bar: whisky, eso iría bien, un gran reserva. Tomó un vaso, lleno hasta el borde, y dio cuenta de él en un solo trago; el alcohol bajó por su esófago como un suave tónico templado y aterrizó en su estomago en ayunas como un chorro de ácido, que le sacó un escalofrío y le elevó un poco la temperatura. Suspiró y se fue, a oscuras, a la cama. No sin cargar consigo la botella. Tras unos minutos solo quedaba la mitad del contenido del recipiente y deliraba dejando caer un hilo de baba sobre la almohada en un sueño etílico.



Tuvo una pesadilla. Le asaltó el doloroso recuerdo de su mujer y la quimera del día en que la mataron, y cómo. Entró corriendo en una habitación en la que un hombre apuntaba con una pistola a la indefensa mujer atada a una silla. Tenía el cuerpo lleno de golpes y cortes, y salpicado de sangre, de la tortura que le habían infligido; apenas se dio cuenta de que su última espiración se acercaba. El hombre alto, calvo y con cara malvada, apretó el gatillo. Entonces su malvada pesadilla recreó a la perfección cómo se sintió, bañado en sangre que había salpicado del impacto de la bala.-Todo por mi culpa...- dijo.

De repente fue catapultado fuera del sueño. Sudaba a mares, su camisa y sus pantalones estaban tan húmedos que si los hubiera retorcido habrían chorreado. Se sentía horriblemente mal. El corazón, drogado de adrenalina, iba a salírsele del pecho y las lágrimas brotaban de sus ojos. Se tambaleó como pudo fuera de la habitación tras enjugarse los ojos para poder ver algo en aquella penumbra. Tanteó el reloj, las cinco de la mañana. Atrapó las llaves de su moto y trastabilló avanzando por la casa hasta el garaje. Algo, desde pequeño, le alejaba de los interruptores; preferiría partirse un hueso en aquella oscuridad. Lanzó el casco, que estaba enganchado a un retrovisor, accionó el contacto y el mando de la puerta del garaje, y aceleró bruscamente la moto, que derrapó y protestó haciendo un caballito. Salió de su pequeña villa en dirección a las montañas; hacía un frío gélido y apenas sentía las manos. Tras unos kilómetros recorridos llegó a la cima de una pequeña montaña de tantas más grandes que conformaban aquella cordillera. La luna aún brillaba a media hasta y tintaba todo el paisaje con su frío manto. Las coníferas que, durante el día se perdían en el horizonte, ahora eran una sola masa afilada que cortaba el cielo nocturno, a lo lejos, como dientes argenteos de luna plateada. Por encima de la cordillera, a su izquierda, se empezaron a ver los primeros albores verdes del amanecer. Accionó de nuevo el contacto y el motor rugió en respuesta. Frente a él se extendía una larga recta; aceleró todo lo que pudo y a medida que aumentaba velocidad sintió cómo el viento le aprisionaba y cortaba la cara con ese frío hirviente. Los ojos se le llenaban de lágrimas y apenas distinguía las líneas de la carretera. Tenía la nariz tan fría que habría podido afirmar que le dolía en el cerebro; sus manos habían pasado de dolerle a padecer un preocupante hormigueo. Su ropa ya no estaba mojada, el sudor se había congelado y los embates del viento se lo habían quitado a latigazos.

De golpe, a los faros de la moto se mostró un bulto, negro, del tamaño de una lavadora. Supuso que era una piedra, la esquivó. Luego apareció otra y apenas tuvo tiempo de esquivar una tercera; la rueda trasera derrapo y, al chocar contra unas rocas del tamaño de un balón de fútbol, se levantó por encima de su cabeza. La rueda delantera se cruzó bruscamente y el manillar lo lanzó tan bruscamente que le dislocó un hombro, y a punto estuvo de rompérselo. Mientras volaba por los aires pudo ver cómo la moto daba unas cuantas vueltas de campana, de todas las que dio, y se llevaba por delante algo vivo, que emitió un chillido. Aterrizó, y se deslizó, sobre el manto de hojas secas, y afiladas, que cubrían el suelo del bosque de coníferas. Milagrosamente no se golpeó contra ningún tronco; se encontraba a 15 metros de la carretera. Había estado unos minutos inconsciente; se levantó y, con no poco esfuerzo y sufrimiento, se devolvió el hombro a su sitio, gracias a la ayuda de una rama. Echó a andar en dirección a su moto, y varios minutos más tarde vio a un gato que aún se retorcía de dolor en sus últimos estertores, a pesar de que luchaba por vivir. Sus quejidos se asemejaban al llanto apagado de un niño pequeño, y un yugo le oprimió el pecho para hacerle brotar las lagrimas de los ojos como si fuera una esponja. Caminó, en ese estado de sopor dolorido, hasta la moto y, de la guantera, sacó una pistola. La guardaba ahí por si las cosas se ponían feas, y la había necesitado más de una vez. La martilló, apuntó a la cabeza del animal, que aún se retorcía, y apretó el gatillo. En aquel momento hizo un enorme esfuerzo por no hacer lo mismo con su propia cabeza.

Revisó el vehículo, para determinar si podría conducir con ella hasta casa: "Hecha polvo..." -murmuró- "Andando a casita". Apenas hubo dado unos pasos al pasar junto al animal muerto, cuando vio a un pequeño gatito, tan pequeño como su puño, que olisqueaba a la que fuera su madre. Maulló tristemente a su lado, mirándola, al parecer sin saber qué hacer. A él el corazón se le hizo arena en aquel mismo instante y prorrumpió en un llanto de rabia que le hizo dar golpes al suelo hasta que se dio cuenta de que se salpicaba la cara con su propia sangre. Él mataba a hijos de puta, chusma, condenados; no a inocentes gatas que se dedicaban a sacar adelante a su prole sin hacer daño a nadie en esa mierda de bosque. Se acercó y cogió al gatito; éste no hizo nada por huir. Estaba helado y flaco; era negro salvo la punta de las patas y los bigotes, que eran blancos. Lo iba a envolver con su camisa, pero fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba hecha jirones y empapada en sangre, de heridas que todavía no le dolían; se fijó en que solo tenía un zapato, se lo quitó y metió dentro al gato. Se desabrochó los pantalones y con ellos envolvió a la pequeña y tiritante bolita de pelo, dejando por fuera su pequeña cabeza.

Su cuerpo estaba helado y temblaba tanto por el frío que le costaba coordinar los pasos, pero echó a andar decidido a que, vivo o muerto, el gato viviría. Entonces, el sol rebasó la titánica cordillera que se erguía junto a él, el primer rayo de luz y calor impactó a más de un kilómetro por delante, sacudió el bosque y salieron volando algunos pajaritos.

-Joder...- dijo a eso, y siguió andando.

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