Eso
de que la vida es como una montaña rusa es ya uno de esos típicos tópicos que
tan fácil aborrezco. Y no le quito razón, ojo. Pero lo interesante no es eso.
Lo que de verdad emociona es llegarte a sentir como una auténtica mierda
viviente y viandante, desamparada y amargada; estar abajo, muy abajo… aún más
abajo. Y pese a todo, pararte y observar un mundo lleno de mierdas como tú,
cabizbajas, alicaídas en el que, sin embargo, merece la pena vivir por esos
pequeños halos de felicidad: la última página de un libro, un trozo de pan aún
caliente, la cara de motivación de la gente que escucha música en el metro, el
crujir de los dedos de tus manos, ese “tchsss” que suena al abrir un botellín
de cerveza, el “waka, waka” del Pac-Man, el hacer una llamada a alguien sin
avisar y porque sí, el decir “quédate con el cambio” tras esbozar una sonrisa, el
sabor de una hamburguesa muy grande y guarra. Escribir, mirar atrás de nuevo y
pensar que sí, que eres un mierda. Pero que te encanta.
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