sábado, 4 de agosto de 2012

Una mala noche en una mala posada...


Roma se sentó. Miró sus manos que temblaban, frías, robustas, inertes. Dexter dormía. Mejor así, no quería oírle, ni discutir. Vaciló un segundo. Luego cogió un folio y comenzó lo que pretendía que fuera una nota, diciendo:

“Huyes y huyes, y el pasado te persigue, como una criatura indómita y salvaje que solo quiere devorar tus entrañas y darse un festín con tus pesadillas y miedos. Es cuando estás tranquilo, cuando crees que eres feliz y has conseguido escapar del infierno,  es cuando te atrapa y te obliga a mirar mientras te desangra poco a poco; a tenues bocados que arrancan la carne del hueso y llegan al alma. Es el dolor más inmenso, el que no se debe a nada, el que no responde a nadie, el que no se cura, el que temes, el que te persigue hasta en las noches más oscuras. Ese dolor que se cuela por un resquicio ínfimo, como el viento frío por la rendija de una ventana. El que no se agrupa en ninguna parte de tu cuerpo, pero a la vez te duele todo. No sabes si es por una mentira, si es por la traición, si es por tus pesadillas o por tus miedos; o por todo, o por nada. No sabes si quieres venganza, si la muerte lo cura o solo por lamer sus heridas de desesperanza se desentierran las lanzas de esta guerra que duelas por dentro y por fuera.”

La noche era fría fuera. Había luna nueva y prácticamente los pinos nevados ni se intuían, pero la brisa se mecía suavemente entre sus hojas y silbaban arrulladores como una sinfonía de soledad y mal trago. Las estrellas ocupaban el cielo como en una invasión persa y ofrecían una vista insólita, pero común en ese lugar, y surrealista; tantas luces, tan profundo, tan solitario, pero tan reconfortante. Casi merecía la pena estar solo y disfrutar del viento helado, el silbido y la afilada roca, o tumbado en la nieve hasta fenecer. Siguió:

“Y golpeas a un enemigo invisible, que no se cansa, que no teme, que no pasa hambre y que solo infunde temor. Y ese temor solo te hace odiar y codiciar la salvación de las oscuras garras, vender tu alma por un soplo de aire fresco.  De anhelar la venganza y sellar con sangre lo que hizo caer tus lagrimas. Y te precipitas en una espiral de odio, de vacío, de frío. Se pone a prueba tu valor, tus principios, tus creencias, tus sentimientos. Te haces líquido, venenoso, negro. Te recubre un cristal fino, opaco, que al mínimo roce se desquebraja y se derrama y te esparce –ácido y ávido de dolor- sobre el tapiz. Una tinta espesa, que se cuela hasta tus huellas y te roba la identidad, que te persigue y te da caza, para apoderarse de tu voluntad y saciar tu hambre con sangre y lágrimas. Algo de ti a lo que no le importas. No te importa nada, tus infames lamentos y sacrificios, solo quiere ver arder con espesa llama cualquier resquicio del maldito suplicio que te corroe. 
Te domina. Te atrapa y se adueña de ti. Oscuro, tenebroso, frío, hambriento. Y solo huele el dolor, y clava sus zarpas como un demonio de mirada muerta, de gélido aliento y afilados dientes. Te absorbe el alma. Te hace creer que es dolor y lágrimas, sufrimiento, lo que quieres y te utiliza para destruir. Para anegar las tierras y alimentarse de maldad, de actos despiadados, de palabras malditas y saciar su ansia de oscuridad. Y cuando su sed se calma se marcha y te deja contemplando las cenizas de ti mismo, de lo que calcina su aliento gélido y muerto. De lo que era de ti, que ya no es nada. Así, trocito a trocito tu vida le pertenece, y no puedes hacer nada. Te preguntas a ti mismo, si eres tú mismo ese demonio o es solo un producto de tu sufrimiento. ¿Es acaso esa quimera, real, tu verdadero yo? ¿Eres malvado? ¿Así de vacío y ávido de dolor? ¿No te importa nada lo suficiente como para que ese algo escape de tales accesos de odio y de oscuridad? Lo cierto es que para ver poco a poco como tu mundo se calcina, mejor estar muerto.”

Después de todo, pensó. Mejor que creyeran que estaba muerto, mientras decidía realmente si acabaría estándolo. Más de una vez se había preguntado eso, se lo había planteado y, más de una vez, había surgido ese sentimiento dentro de él. Solo que esta vez era diferente. Quiso pensarlo, irse. Decidir y actuar.

“Hace tiempo que muero por dentro… solo quiero saber si ya lo estoy”. Puso en un aparte. Lo dobló tan despacio que pareció que el papel iba a fosilizarse en sus manos, o eso pensó él. Abrió el portátil de Dexter, y apoyó la carta en la pantalla. Luego, con el mismo silencio con el que había entrado, salió por la ventana y se alejó en la noche sin saber si volvería.